Pronunciar el nombre de
Carmelo Navarro, es equivalente a nombrar a un símbolo del mejor Cádiz de la historia, de esa época dorada de permanencias imposibles y milagros cotidianos, y que estará siempre referenciada por iconos que toda España recordará siempre: Mágico, Irigoyen…y nuestro protagonista, Carmelo, el “Beckenbauer de la Bahía”.
Carmelo se ganó ese apodo con todo merecimiento, y es que demostró un gran saber estar en el centro de la defensa, y unos excelentes modos a la hora de sacar el balón desde la cueva. Sin embargo, Carmelo no comenzó ahí su carrera. En sus años mozos siempre jugaba como lateral izquierdo, hasta que de un día a .
Posiblemente el éxito de Carmelo ha sido siempre no tomarse el fútbol demasiado en serio. Para él tenía importancia sí, pero no más que otras cosas. De hecho, en sus planes no entraba dedicarse profesionalmente a él. ¡Pues menos mal si llega a pensarlo desde siempre, habría jugado en el Milán!.
Ese aplomo y esa seguridad se transmitían luego en el campo, por lo que era muy raro que Carmelo rifara el cuero o se pusiera nervioso cuando lo encaraban jugadores de la talla de
Butragueño, Maradona, Stoichkov y otros grandes de esa época.
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Cuando Carmelo contaba apenas tres años, su familia emigra a La Coruña. En la ciudad gallega Carmelo empezaría a dar sus primeras patadas al balón, despreocupadamente en el patio del colegio, como tantos otros niños. Sin embargo enseguida los que le rodeaban vieron que tenía cualidades innatas. Sus habilidades no pasaron inadvertidas a los ojeadores del Ural, un importante equipo de cantera de la capital coruñesa, que lo incorporó a sus secciones inferiores. Equipo que por cierto, presidía por aquel entonces un tal Augusto César Lendoiro. Carmelo nos confesaba que “si os fijáis, Lendoiro lleva siempre un pin en la solapa de su chaqueta: es la insignia del Ural”.
Carmelo no iba solo al Ural: iba escoltado por un compañero suyo del colegio: el hijo de Arsenio Iglesias. Carmelo empezó allí a desplegar sus habilidades, hasta que cuando contaba doce años, su familia pone rumbo a El Puerto, comenzando así esta bonita historia de amor entre Carmelo y el Cádiz CF.
La familia Navarro Careaga se mudó en agosto a nuestra provincia, por lo que Carmelo llegó a la Bahía con la temporada ya a punto de comenzar, por lo que no pudo reengancharse a ningún equipo. Eso no fue para él ningún problema: continuó jugando en el colegio. Como le pasara en La Coruña, pronto se fijaron en ese chaval algo delgado, pero que tenía mucha clase con el balón en sus botas. Esta vez fue alguien del Safa San Luis el que olió que allí había fútbol, y Carmelo comienza así su primer año como juvenil.
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Allí estuvo Carmelo hasta el último año de dicha categoría, en la que de la noche a la mañana se convirtió en líbero: “yo siempre había jugado de lateral izquierdo, pero esa temporada se fueron los dos centrales, y me pasaron a mí al centro. Iba a ser sólo por una temporada, pero ahí me quedé ya para el resto de mi carrera”. Había nacido una estrella.
Faltaba únicamente un mes para que terminara su última temporada como juvenil, cuando recibió una de las noticias más importantes de su vida: ojeadores del
Racing Portuense se habían fijado en él, y querían que se incorporara al equipo rojillo. Carmelo no daba crédito. Con apenas 18 años daba el salto a toda una Segunda B, donde entonces militaba el equipo portuense. De repente empezaba a viajar en avión para jugar, entrenar con profesionales de toda la vida, a coincidir con gente como Andrés (que posteriormente jugaría con él en el Cádiz, para fichar posteriormente por el Real Madrid). Menudo salto.
Carmelo jugó dos temporadas en el Racing Portuense: la 77/78 y la 78/79, en las que a pesar de su insolente juventud, se hizo enseguida con el puesto y pronto la categoría y el equipo se le quedaron pequeños. Así llegó el verano de 1979. Un directivo del
Salamanca, que entonces jugaba en Primera, era el distribuidor de la ginebra Rives (empresa de El Puerto), lo que llevaba a viajar con frecuencia a la población gaditana. En uno de estos viajes vio jugar a Carmelo, y lo tuvo claro desde el principio: había que fichar a aquel talento para el Salamanca.
Para Carmelo fue muy fácil: “yo no pensaba dedicarme a esto, y de repente me vi con la oportunidad de jugar en Primera. Ni me lo pensé, me marché a Salamanca. Aún así, para mí esto seguía siendo un juego, no me quitaba el sueño”. De esta manera, tenemos a Carmelo vestido de blanquinegro defendiendo los intereses de la UD Salamanca, que no eran otros que salvar la máxima categoría. Buen entrenamiento para lo que habría de sufrir luego en el Cádiz.
Carmelo coincidió en el vestuario salmantino con toda una figura como la de
Lobo Diarte. Quien le iba a decir a ese joven canterano cuando en el verano de 1975, en el que el Real Madrid acudió a Cádiz a jugar el Trofeo Carranza, se quedó media hora mirando, embelesado, sin tan siquiera pestañear a Milan Miljanic y a Lobo Diarte, que conversaban en los bajos del estadio gaditano, que luego compartiría vestuario con el genial goleador paraguayo.
Como ya empezaba a ser costumbre en él, pese a ser un recién llegado, Carmelo se adaptó de maravilla a la nueva categoría y equipo. En su primera temporada en el equipo unionista, jugó 24 partidos, una cifra altísima para un debutante en la máxima categoría española.
Desgraciadamente, en su segundo año en la capital charra, el servicio militar, que ya había sido aplazado en un par de ocasiones, no perdonó a Carmelo, y éste tuvo que incorporarse a filas. Después de algunas semanas en Cartagena y El Ferrol, el Beckenbauer acaba en Madrid, desde donde puede ir a entrenar a Salamanca dos veces en semana. Eso sin embargo, no es suficiente para un equipo de Primera, y el líbero se pasa casi toda la temporada en blanco. Sin embargo, una vez jurada la bandera, Carmelo se reincorpora al 100% al equipo en el tramo final de liga. Cualquier otro jugador, tras meses de ausencia, y con su juventud, habría caído en el ostracismo, pero no hablamos de un jugador cualquiera. Apenas puso un pie en El Helmántico, apareció en los once iniciales de los últimos partidos de liga, colaborando a conseguir que el Salamanca volviera a atar una nueva permanencia.
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Llegamos así a la temporada 81/82, en la que Carmelo es traspasado al Betis. Allí llevaba ya algún tiempo Lobo Diarte, que no paró de insistir a la directiva verdiblanca (en la que curiosamente actuaba entonces como vicepresidente la persona que a la hora de redactar esta biografía ocupa el sillón presidencial bético, Pepe León) en que había que firmar a un joven central del conjunto salmantino.
Allí estuvo nuestro protagonista durante dos temporadas en las que el balance fue más que positivo. El salto cualitativo había sido importante, y Carmelo seguía siendo un jugador joven. Verse rodeado de jugadores como Cardeñosa, Esnaola, Gordillo o Poli Rincón (con el que el de El Puerto pasó cuatro años como compañero de cuarto, en los que ocurrieron todo tipo de anécdotas), a los escasos 21 años, no es moco de pavo. Incluso, en su segunda temporada en Heliópolis, Carmelo llegó a debutar en la Copa UEFA, visitando a equipos de renombre como el Benfica.
A los dos años de estar Carmelo en el Betis, el club sevillano reforzó los puestos de central, y los verdiblancos decidieron ceder al portuense adoptivo al Recreativo de Huelva, su otro equipo del alma, junto al Cádiz. En su primera etapa con el Decano, con Aranguren de entrenador, Carmelo firma una temporada sobresaliente, en la que es titular prácticamente en todos los partidos, y en la que faltó sólo un poco de suerte para dejar a los onubenses en Primera.
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Así, tras esta excelente campaña, Carmelo regresa a la disciplina bética. Como no podía ser de otra manera, rápidamente se asentó en el centro de la zaga. Pero entonces las lesiones, azote de futbolistas, y que hasta entonces habían respetado al Beckenbauer de la Bahía, irrumpieron con furia en sus piernas. En las Navidades de 1984 Carmelo se rompe la rodilla derecha por completo, por lo que acaba para él esa temporada, y el comienzo de la siguiente.
Las semanas iban pasando, y Carmelo veía que su rodilla no se terminaba de recuperar. Viendo el devenir de los acontecimientos, el de Murcia pide ser cedido nuevamente a Huelva. Allí comienza la nueva temporada (85/86), y con sensaciones renovadas, van entrando poco a poco en el equipo. Sin embargo, en esos años la mala suerte iba a cederse con nuestro bigotudo amigo. Apenas su rodilla derecha se había estabilizado, cuando la izquierda no quiso ser menos que su gemela, y también reventó todos sus ligamentos. Era noviembre de 1985, y Carmelo lo recuerda con precisión: “estábamos jugando en Elche, y sentí el crujido de la rodilla. Enseguida supe lo que era, todavía tenía fresco el recuerdo de la anterior lesión”. Otra temporada a la papelera.
El equipo bético, con el que aún tenía contrato, considera que tras dos lesiones en sendas rodillas, la carrera futbolística de Carmelo ha llegado a su fin, y le da la carta de libertad. Pero Carmelo no se resigna a colgar las botas tan prematuramente, y recurre al club del Colombino, su segunda casa. En Huelva, dado el fantástico recuerdo que tenían de Carmelo, deciden darle otra oportunidad. Carmelo comienza sin cobrar, trabajando con primero en solitario en el gimnasio, y luego poco a poco con sus compañeros, con la esperanza de volver a ser el que fue.
Su fuera de voluntad fue determinante para su recuperación, pero también lo fue que se cruzara su destino un caballero como
Víctor Espárrago. El uruguayo abanderó la causa del joven líbero, al que apadrinó. El técnico llegaba siempre una hora antes al entrenamiento para trabajar con Carmelo, y los jueves montaba partidos amistosos para ir probándolo y recuperándolo poco a poco. Llegamos así al comienzo de la temporada 86/87, en la que Carmelo resucita para el fútbol. El Recreativo le hace contrato, y Espárrago cuenta con él como titular todos los domingos. Otro año más, el Decano se queda a las puertas de volver a la Primera División.
Faltando dos meses para que finalice la temporada, Espárrago lo llama aparte, y le confiesa un secreto que no debe salir de esa reunión: el técnico le confirma que ya tiene un acuerdo para irse al banquillo del Cádiz en la temporada siguiente, y que quiere que Carmelo le acompañe, por lo que le pide que no renueve con los onubenses. El futbolista, de puro contento, casi se marea. Después de tantas vueltas, tenía la oportunidad de regresar a su tierra, a su hogar: “yo entonces no estaba aún casado, y yo volvía a mi casa, a disfrutar de nuevo de los cocidos de mi madre. No podía dejar pasar la oportunidad bajo ningún concepto”.
El Recreativo, que daba la renovación por hecho, observa que Carmelo se vuelve reticente, y comienzan a presionarlo para que no abandonara El Colombino: “toma un contrato en blanco, pon tú las cantidades”. Pero ya hemos explicado que Carmelo tenía motivos de peso, que no son ponderables materialmente, y contra los que no hay contraoferta posible. Cádiz, Carranza, la Bahía, el levante, el Carnaval…no había ninguna cantidad que compensara todo esto para Carmelo. Su padre e Irigoyen, que eran amigos, lo arreglaron todo para que el Cádiz disfrutara de uno de sus hijos pródigos.
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De hecho, una vez llegado al equipo cadista, Carmelo rindió aún más si cabe: “lo daba todo, estaba a tope. Estando en casa, todo era más fácil, mi motivación era infinita”. Ayudó también el ambiente que se encontró en el vestuario: “aquel vestuario era una locura, lo recuerdo con mucho cariño. Yo llegué allí con 28 años, ya un poco de vuelta de muchas cosas, y conmigo había otros en igual situación: Pepe Mejías, el Mago, Chico Linares,…Éramos una pandilla de amigos inseparables”.
Y eso que al llegar no todos confiaban en él: “recuerdo que al poco de llegar, leí un día en el Diario de Cádiz, una carta al director de un lector que se preguntaba que cómo íbamos a conseguir la permanencia, con dos centrales sin nombre ninguno como Carmelo y Oliva”. Alguno tuvo que comerse sus palabras posteriormente: el tandem formado por ambos fue una de las mejores parejas de centrales que ha tenido no sólo el Cádiz, sino la liga española. Aquel primer año de Carmelo, no sólo se consiguió la permanencia, sino que como sabemos, con Espárrago en el banquillo, el Cádiz hizo la que hasta la fecha es su mejor clasificación en toda su casi
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centenaria historia: duodécimos.
Del resto de temporadas, poco se puede contar que no se sepa. Las lesiones y sanciones respetaron a Carmelo (siempre fue elegante, con el balón en los pies o sin él), que enseguida se hizo con la capitanía del equipo, y era respetado y querido por compañeros, técnicos, directiva, afición y medios. Pocas veces tantas partes se ponen tan de acuerdo en algo. Su media de partidos por temporada no bajaba nunca de 38, y su participación fue fundamental para que el Cádiz consiguiera esas permanencias inolvidables que nos paralizaron el corazón durante demasiados segundos, para luego darnos la vida otra vez.
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Como no podía ser de otra manera, Carmelo recuerda aquella época con auténtica devoción: “los futbolistas que venían de fuera, se sorprendían por la tranquilidad con la que nos tomábamos todo en el equipo. Éramos humildes, asumíamos nuestro sino, y lo que viniera se daba como bueno. Seguramente, ese fue el secreto de que estuviéramos tanto tiempo en Primera”. Y deja también un mensaje sobre el que reflexionar: “dábamos muchísimo apoyo a los nuevos jugadores. Es increíble que cantidad de jugadores de Cádiz salieron entonces (a los que había que sumar los que ya llevábamos tiempo en esto y también éramos de Cádiz): Kiko, Arteaga, Quevedo, Francis, Poli, Cortijo, Jose González, Barla, Raúl, …A los jóvenes, si se les da tiempo y confianza, aprovechan sus oportunidades”.
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Tras seis inolvidables temporadas en la máxima categoría, llegó la temida hora del ascenso. Carmelo, que pensaba entonces en retirarse, tras una dilatada y exitosa carrera, aguantó un año más para intentar devolver al Cádiz todo lo que éste le había dado, en forma de ascenso. Pero por desgracia, como todos sabemos, aquella desastrosa y caótica temporada en Segunda acabó de la peor forma posible. Tras esta, a sus 35 años de edad, esta vez sí Carmelo decidió colgar las botas definitivamente.
Posteriormente siguió vinculado al mundo del fútbol colaborando con Canal+ en las retransmisiones de los partidos de Segunda, pero tras dos años en los que tenía que compaginar esto con sus obligaciones en El Puerto, tomó la decisión de terminar definitivamente con el fútbol, al que confiesa que no echa de menos: “yo ya jugué en mi tiempo todo lo que tenía que jugar, estoy muy bien así”.
Así se despidió de nuestro amado deporte uno de los jugadores más carismáticos y con mejor corazón que han dado esta tierra y este equipo, y que sigue demostrando, con su cariño y buen estar, que merece ser considerado como una de las figuras más importantes del Cádiz en sus 100 años de historia.
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